Lejos de nosotros el deseo de hacer alarde de nuestra cultura humanista, mientras comíamos escamaos en mixiote y tacas de meocuiles (ver glosario) en el pueblo de Huejutla, en el norte del estado de Hidalgo. Sin embargo, en ese momento recordamos unas frases del sentencioso y elocuente Sir Francis Bacon, cuando en uno de sus Essays discurre con elegancia renacentista acera de cómo las limitaciones materiales estimulan la fantasía. Los refinados alimentas tradicionales que saboreábamos son muestra de imaginación creadora: y figurémonos hasta qué punto recibiría estímulos ale ese tipo un cocinero del México prehispánico, obligado a cocinar sin emplear los siguientes ingredientes: grasas animales, aceite de oliva, carne de res, de puerco y de pollo, trigo y harina, leche, quesos, uva y vino, peras, fresas y manzanas, ajo y cebolla, trufas y caviar, cerveza, azúcar, pimienta y nuez moscada...



A pesar de ello, más bien en virtud de estas carencias, la cocina prehispánica —de la cual no nos quedan recetas— era una maravilla de inventiva y delicadeza y dietéticamente cabal. Tonto así que hasta el emperador Moctezuma, a quien servían trescientos platillos diferentes en cada comida, era hombre. cenceño y (de) pocas carnes», según nos lo describe Bernal Díaz del Castillo. Antes del descubrimiento de América, las cocinas del Viejo y del Nuevo Mundo eran diametralmente diferentes: habían evolucionado partiendo de disponibilidades disímiles y habían recorrido caminos divergentes. Carnes asadas, pan, lácteos y vino, frituras, salsas muy fuertes y aromáticas: éstos eran las fundamentas de la cocina europea. Maíz, chiles, frijoles, carnes de animales pequeños, aves y pescados, ranas e insectos, hierbas de olor y semillas aromáticas, cocimiento al vapor o bajo tierra, salsas de vegetales molidos: éstas eran las bases de la cocina americana.

Poseemos copiosa documentación acerca de la estupefacción que experimentaron los primeros conquistadores de México ante los productos naturales del Nuevo Mundo. Relatores, cronistas, historiadores y naturalistas no se cansan de describir las extrañas plantas y animales de esas tierras. Pero nadie se ocupó, en esa época, de registrar con qué asombro los naturales de América veían los animales que las españoles bajaban de sus barros o las plantas que nacían de las semillas traídas por ellos. La maravilla debió ser reciproca y enorme, porque las diferencias eran también extraordinarias. Cuando se habla del encuentro de las culturas gastronómicas europea y americana es un lugar común formular casi arrogantes listas de productos que América dio al mundo de la cocina y que Europa aportó al continente recién descubierto. No aburriremos a nuestros lectores recordando el origen americano de la papa, el maíz, las calabazas, el chocolate, la vainilla, los chiles (y mil cosas más), o el origen europeo de las vacas, las gallinas, los puercos, las lechugas, las aceitunas (y mil casas más). Lo que nos parece que no se ha hecho hasta ahora es un estudio de los alimentos comunes a ambas culturas, o sea de aquellos que eran iguales o parecidos en ambos lados del Atlántico.

 

La lista es sumamente breve: se compone de muchos pescados y mariscos, algún batracio, pocos animales salvajes, algunas aves, ninguna especia, un solo edulcorante (la miel de abejas), ninguna bebida.

Fauna y flora diferían radicalmente. Y como la alimentación es consecuencia de fauna y flora, nada había en común entre las dos cocinas, y por ello su encuentra y fusión han sido tan singularmente productivos. Todas las cocinas europeas y americanas, la francesa como la húngara, la peruana como la mexicana, han nacido de la combinación de ingredientes americanos y europeos, del «feliz encuentro de la olla de barro indígena con el caldero de cobre español», como escribe el alicantino Amando Fringa, en su Historia de la comida en México (1968).



Mirada en la perspectiva del tiempo, la cocina medieval española no puede calificase de refinada, en el sentido actual de la palabra. Los españoles que llegaron a México a principias del siglo XVI se encontraron con ingredientes y especias de sabores sutiles y con métodos de cocción que anticipan aquellos de la ..nouvelle cuisine». Grandemente enriquecida por los aportes españoles y, más tarde, de otros pases, la cocina mexicana evolucionó rápidamente y alcanzó su madurez en el siglo XVI. A partir de ese momento nace la tradición, observada hasta la fecha con singular escrupulosidad en la intimidad de las cocinas familiares, así como en la pública amplitud de algunos restaurantes.

A lo largo del tiempo algunas recetas se han olvidado, otras se han empobrecido ose mixtifican ahorrar tiempo y costos. Pero en los últimos diez o quince años han resurgido de manera palpable el interés y el cariño hacia la cocina tradicional y se han recuperado la memoria y el orgullo gastronómico nacionales.